Por Martín Alonso.

Según el hilo narrativo de estas páginas, el secesionismo catalán del ‘procés’ comparte, a pesar de la diferencia enorme que supone la violencia, elementos significativos con el abertzalismo del ‘conflicto’,  como muestra la estrecha colaboración entre sectores de ambos extremos de los Pirineos. La asunción del derecho a decidir –un término engendrado al albur de las expectativas decrecientes de ETA– como buque insignia de las reivindicaciones y la movilización de un victimismo producto de la deformación de la historia, es el principal. Las diferentes expresiones del victimismo, que alcanzan su formulación superlativa en la invocación del genocidio en ambos espacios, se ejemplifican en la tesis de la opresión nacional diferencial sufrida en el franquismo. La difusión de ese relato ha sido posible por un proceso de nacionalización del antifranquismo que se opera a partir de los años 60, poco después de que la izquierda, que es quien había puesto los muertos, los presos y los torturados, presentara desde el PCE la idea de la reconciliación nacional. Y que se prolonga hoy. Naturalmente este relato no hubiera cuajado sin la contribución de una parte de las izquierdas autóctonas y el desistimiento de las otras; contribución deudora de una recalcitrante fascinación por  los nacionalismos vasco y catalán. El franquismo como capital negativo, como deuda histórica impagada e impagable del ‘Estado’ a estas comunidades prósperas, es el argumento principal y recurrente en las reivindicaciones soberanistas. La nacionalización del antifranquismo es una pieza crucial para entender algunas de las principales disfunciones de la España democrática, en especial esa extraña situación en la que los supuestos oprimidos resultan ser los ricos, los que disfrutan de mayor reconocimiento y poder institucional, incluida la policía autonómica.  Veámoslo a lo largo de cuatro apartados.

El derecho a decidir, producido en Euskadi, patentado en Cataluña

La falta de atención a la conexión vasco-catalana en la construcción de un relato justificador del secesionismo es llamativa. No solo por las afinidades discursivas, también por  la estrecha colaboración entre los nacionalistas de ambos lados. Borroka da bide bakarra!!! / La lluita es l’unic camí!!! Titulaba, bilingüe,  un medio abertzale. Y seguía: “Pararemos el golpe de estado y acabaremos con la monarquía neofranquista!” (https://www.lahaine.org/borroka-da-bide-bakarra-la, 21/09/2017). El profesor nacionalista vasco Mario Zubiaga resume así la conexión: “Las primeras referencias en la prensa vasca aparecen en los noventa del pasado siglo: el ‘derecho a decidir’ es todavía un sinónimo del derecho de autodeterminación. Posteriormente, lo que era una mera licencia estilística se convierte en eufemismo en el proyecto del Lehendakari Ibarretxe. La innovación discursiva debuta en el ámbito jurídico de la mano del artículo 13 de su propuesta de nuevo estatuto. Una vez frustrada esa vía, el término es acogido en Catalunya, donde se convierte en bandera movilizadora por medio de la Plataforma pel Dret a Decidir (PDD). A partir de ahí, académicos vascos y catalanes, entre los que destaca Jaume López, han impulsado una rica evolución doctrinal” (Gara, 05/02/2015). El medio elegido dice algo. Unos cuantos años antes el mismo autor había descalificado  las movilizaciones de Ermua en respuesta al asesinato de Miguel Ángel Blanco con este argumento: “No era fácil encontrar ciudadanos que pudieran expresar su opinión en euskera” (Egin, 16/07/1997).

Hay muchos ejemplos de la fertilización cruzada entre ambos espacios. En dirección sur, una cierta batasunización del procés en sus últimos compases; en dirección norte la cadena humana de Gure Esku Dago en junio no solo mimetizaba la de la Diada de 2013 sino que mezclaba ikurriñas y esteladas. Pero hay más. El 22 de febrero de 2017 Juan José Ibarretxe organizó una conferencia en San Sebastián en la que intervino Artur Mas. Se titulaba “El derecho a decidir. El proceso en Catalunya”. El verano siguiente  aseguró en Barcelona que al PNV y al soberanismo catalán “nos une la idea de que nuestros pueblos existen y tenemos derecho a decidir. Desde Euskadi os miramos porque os queremos. Nuestra suerte es compartida” (El Correo, 20/07/2017).

El derecho a decidir (dad) nace en los años finales del siglo. El atentado de Hipercor, el más letal de ETA, había alentado la formación del Pacto de Ajuria Enea, que constituyó el empeño más eficaz contra la banda. Las movilizaciones de Ermua alarmaron al PNV de Arzalluz, que viendo peligrar su hegemonía prepara un frente nacionalista que se plasmó en la denominada vía Ollora, por el nombre de su impulsor, miembro del PNV y de Elkarri. Al pacto democrático de Ajuria Enea le sustituyó el pacto nacionalista de Estella (1998). Que Ezker Batua se apuntara a esa operación es difícil de explicar. Tan difícil que destacados líderes de CCOO del P.V. como Santi Bengoa (12 años al frente de CCOO de Euskadi, amenazado por ETA), se dieron de baja en el PCE. El pacto partía del supuesto de un conflicto histórico como origen de la violencia etarra y de la consiguiente necesidad de un diálogo sin condiciones porque la responsabilidad estaba repartida. El tercer espacio, con Elkarri y su líder Jonan Fernández a la cabeza, apuntaló esta visión desde la tesis del “empate infinito” y el corolario de la “equidistancia”, una fórmula improcedente para conflictos con actores totalitarios y que ha contaminado a buena parte de los movimientos sociales (empezando por el pacifista que no supo distanciarse y enfrentarse a ETA en las movilizaciones de Lemóniz o de Leizarán a pesar de los asesinatos y los atentados). La cristalización de la vía Ollora se encuentra en la ponencia soberanista del PNV del año 2000 titulada “Ser para decidir”, cuya música informa el “Plan Ibarretxe”, ahora reverdecido en los dos extremos españoles de los Pirineos.

La iniciativa frentista vasca tendría su apuntalamiento del lado catalán ese mismo 1998 con la Declaración de Barcelona (PNV, CiU, BNG) a favor de “un Estado plurinacional de tipo confederal”, por un lado, y el seminario UNESCO sobre la aplicación del derecho a la autodeterminación como contribución a la prevención de conflictos, organizado por el teólogo Félix Martí, Director del Centro Unesco de Cataluña, Presidente del Instituto Linguapax y un estrecho colaborador de Elkarri y Herria 2000 Eliza, por otro. El apoyo de estas instituciones y otras cercanas como Ciemen fue determinante, primero para dar vuelo a los planteamientos del tercer espacio y luego, cuando se frustró el plan Ibarretxe, para aclimatar el dad en suelo catalán. Por eso no es de extrañar que fuera la sede de Ciemen el lugar en el que se presentó Otegi al salir de prisión. Dicho de paso, estas organizaciones sirven para mostrar el papel de ciertos sectores de la sociedad civil, más allá de ANC y Òmnium, particularmente los vinculados a la Iglesia,  al servicio de las reivindicaciones etnicistas, del obispo Setién a Montserrat. Más llamativo es que esta sensibilidad haya calado en organizaciones tan materialmente alejadas de estos supuestos como los sindicatos; pero su presencia en la manifestación secesionista de abril no deja lugar a dudas al respecto.

Es importante señalar que la colaboración vasco-catalana fue muy activa durante los años de ETA y que, a pesar de su persistencia, el terrorismo etarra no fue percibido dentro de la categoría política que le correspondía: no como el brazo liberador de un pueblo oprimido sino como una organización militar, mezcla de carlismo y totalitarismo y con claros tintes etnicistas y xenófobos. En los antípodas ideológicos del credo igualitario, democrático e internacionalista de la izquierda. Esto remite a la distorsión cognitiva fundamental de los últimos años de la dictadura, prorrogada a lo largo de la transición y persistente durante las décadas democráticas. (En la primera mitad del año 2018 se han producido 128 actos de exaltación a ETA, según Covite). El terrorismo (como el 11S, el 11M, Bataclán…, donde no se conocen iniciativas de esos “artesanos de la paz” aparecidos en el País Vasco francés precisamente cuando menos falta hacen porque ETA ha dejado el hacha), completado con la violencia callejera (kale borroka) y las formas sutiles de silenciamiento, mantuvo amedrentada y, por tanto en condiciones de desigualdad en la competencia electoral y en la vida social, a una gran parte de la población del País Vasco, la que no sintonizaba con el esencialismo abertzale. La antimovilización y la exclusión son los mecanismos sin los cuales resulta imposible entender las últimas décadas de historia vasca y el último lustro de historia catalana. Por eso es reveladora la sinapsis tardía de Joan Boada, historiador y miembro de ICV, que no es un perfil muy repetido (eltriangle, 03/06/2018): “Leer ‘Patria’ es empezar a entender otras cosas que no sabíamos del País Vasco. Porque aquí también hay cosas en los pueblos y las ciudades pequeñas de Cataluña que empiezan a parecerse a lo que cuenta Aramburu”. El propio Boada había dicho un poco antes: “Girona es una asfixia total. Una ciudad ictérica. El otro día en medio de un concierto en el Auditorio subió alguien al escenario y dijo que mantuviéramos un minuto de silencio por los presos. Todo el mundo se levantó, aunque seguro que había alguien que no estaba de acuerdo”. Y hablando de Girona, tres años antes Marina Pibernat fue excluida de las listas de ICV-EUIA en esa ciudad por haber usado la expresión ‘derechona catalufa’.

¿Fueron los nacionalistas los mártires de la dictadura?

En su prefacio al libro de Gisèle Halimi sobre el proceso de Burgos, calificó Sartre de ‘pueblo mártir’ al vasco. Asumía así la tesis del genocidio que había elaborado el nacionalismo ya al final de la guerra pero sobre todo en el exilio. Algo parecido ocurrió en Cataluña donde Josep Benet patentó la idea del ‘genocidio cultural’ que Torra extendió hasta 1714 al referirse al Born como la zona cero de los catalanes. Victimismo militante, irredentismo emocional y falsificación histórica se trenzan. Hubo represión de las formas culturales específicas, desde luego,  pero no de una manera distinta a la que afectó a otras expresiones de pluralismo.

Si arrancamos de la Guerra Civil, debemos recordar donde se reclutaron mayoritariamente carlistas y requetés, la rendición de los batallones vascos en Santoña, el tercio de Montserrat, el papel de los Gomá, Pla y Deniel y Tusquets, o los ‘catalanes de Burgos’. Sin entrar en detalles. La Antiespaña no era la España nacionalista sino la España roja. La represión se ensañó con ella. En Bilbao muchos juicios contra nacionalistas ni siquiera se instruyeron, como ha estudiado el historiador Javier Gómez Galvo y la represión en el País Vasco no llegó a la décima parte de la de Andalucía. En 1944 no quedaba ningún nacionalista vasco en prisión. Sólo desde finales de los 60, con motivo de las movilizaciones obreras y los atentados de ETA, la situación empezó a cambiar. Pero esa memoria se ha borrado. Nada menos que el decano de la escuela de negocios y economía de la Universidad de Deusto, Guillermo Dorronsoro, es capaz de explicar a Sean Coughian, corresponsal de educación de la BBC (https://www.bbc.com/mundo/noticias-36550903, 17/06/2016), que “por su ‘historia’ –en referencia al franquismo– los vascos tienen la capacidad de movilizarse y generar apoyo público”. Esta visión autocomplaciente se traslada luego a la tesis elkarriana de la movilización ejemplar de la sociedad vasca contra ETA. Falsedad sobre falsedad.

El mismo trato preferencial tuvieron los nacionalistas catalanes según el testimonio del tristemente famoso comisario franquista Antonio Juan Creix, en palabras de Antoni Batista: “[A finales de los 50] Creix continuaba implacable con los comunistas, pero comenzó a bajar la guardia con catalanistas, estudiantes e intelectuales” (https://www.sapiens.cat/epoca-historica/historia-contemporania/guerra-civil-i-franquisme/antonio-juan-creix-el-gran-torturador-franquista_10386_102.html, 21/06/2018).

Que estos datos hayan quedado opacados es un buen ejemplo del éxito de la nacionalización mental. Que queda de relieve en una noticia reciente referida a las estribaciones del franquismo. Un medio vasco titulaba: “Europa pide a España que ‘restañe’ las heridas del 3 de marzo en Vitoria” (El Correo, 12/07/2018). El artículo respondía a la presencia de una delegación vasca en la Eurocámara en relación a los cinco trabajadores asesinados en 1976. La reclamación entraba en el corsé victimista de España contra Euskadi y mostraba el empeño de, además de distorsionar, internacionalizar el victimismo. ¿Quiénes presidían la delegación? Gorka Urtaran (alcalde del PNV en Vitoria) y Mirren Larrion (portavoz municipal de EH Bildu). Ninguna presencia de la izquierda. Y repárese en la diferencia entre la onomástica de los demandantes y la de los asesinados a los que reivindicaban: Pedro María Martínez, Francisco Aznar, Romualdo Barroso, José Castillo y Bienvenido Pereda. Un buen ejemplo de cómo una reivindicación obrera es instrumentalizada por el nacionalismo y blandida como agravio ante la mirada internacional. (No es irrelevante para la dimensión de clase ver los apellidos y la procedencia de los 51 muertos de Ortuella cuatro años y medio después). Y para la cuestión del doblete que sirve de hilo conductor: el Ayuntamiento de Vitoria presidido por Gorka Urtaran homenajeó en marzo de 2016 a Lluís Llach por haberles dedicado una canción en 1976. ¿Sólo por eso sabiendo que Lluís Llach compone hoy con Guardiola y Piqué la triada más glamurosa del procés y que entonces era parlamentario de Junts pel Si? (Urtaran tenía previsto nombrar a Llach hijo adoptivo pero no tuvo los votos necesarios; Llach había estado esa mañana en la prisión de Logroño para asistir a la salida de Otegi).

Esta diálisis de la historia que ha permitido la nacionalización del antifranquismo tiene su punto de inflexión en el Proceso de Burgos, que tuvo una réplica parcial en la Asamblea de Montserrat. Vale la pena transcribir las palabras con que las que lo formula el historiador Javier Corcuera: “Burgos es el comienzo de la nacionalización del antifranquismo: ETA demuestra la desmesura de la opresión hecha a los vascos como tales, porque nadie, en caso contrario se jugaría la vida por nada; simétricamente, por parte de los partidos de izquierda no nacionalistas, ETA es ocasión de intentar conquistar carta de ciudadanía vasca que rompiera el histórico foso entre nacionalismo y socialismo, y que posibilitara la ampliación del movimiento contra el régimen. En esa dinámica, la lucha emprendida desde organizaciones obreras (que en lo fundamental habían sido las únicas actuantes hasta entonces) se convierte en lucha de los obreros vascos, o sea, en lucha de los vascos, o sea, en lucha vasca contra el franquismo, o sea, en lucha que demuestra la vitalidad de los vascos contra la opresión nacional, o sea, de una opresión tan grave que ha dado lugar al nacimiento de ETA”.

Hay que completar este lado interno con el exterior. Porque, como sentencia atinadamente el historiador José Antonio Pérez, Burgos no solo lo cambió todo en el País Vasco sino que contribuyó también a cambiarlo todo dentro de una izquierda antifranquista española que, a partir de ese momento, identificó la lucha de ETA con la lucha (con la causa) del Pueblo Vasco. Hasta el punto de que si un antifranquista vasco era detenido perdía automáticamente su condición de izquierdista para convertirse en un ‘vasco represaliado’. Ser vasco a partir de ese momento se convirtió en una identidad de prestigio dentro del antifranquismo. La llegada de un militante de CCOO o de un socialista a una asamblea de cualquier esquina de España era recibida con expectación. ‘Ha llegado el vasco’. Y se le consideraba portador de una herencia casi mítica como representante cualificado de una comunidad superior. La condición de prestigio provocó un efecto llamada hacia el abertzalismo radical de muchos inmigrantes que podían así evitar el estigma de ser considerados invasores, cacereños, coreanos o maketos. Así se explica, como señala el historiador Gaizka Fernández Soldevilla, el “significativo aumento que desde 1970 se registra en la proporción de terroristas sin apellidos autóctonos o con uno solo entre sus dos primeros”. (No hace falta mucha imaginación para pensar en los igualmente invasores murcianos y charnegos).

El análisis de la usurpación operada en el Proceso de Burgos por J. Corcuera es impecable. Solo que no fue el comienzo. Diez años antes Josep Benet había puesto en marcha la Campanya Jordi Pujol a partir de Els Fets del Palau, destinada a subrayar que la principal oposición al franquismo venía de los nacionalistas católicos. Así lo refleja esta carta al senador demócrata norteamericano John Brademas recogida por Jordi Amat en la que señala que Els Fets eran: “La manifestación externa de que la política de oposición, en Cataluña, está llevada y realizada en gran parte por las nuevas generaciones, las que no intervinieron en la guerra civil, y que en esta oposición hay gru­pos de católicos jóvenes que combaten en vanguardia. Es el país joven que lucha contra el viejo y por razones biológicas, al menos, son los que triunfarán”. El “compromiso histórico” entre Montserrat (al que tan vinculado estaba Benet, el teórico del genocidio cultural, el muñidor de la campaña Volem bisbes catalans! e impugnador de Solé Tura) y el PSUC (Enric Juliana dixit) explica que Benet fuera cabeza de lista del PSUC a la Generalitat. El proceso de nacionalización del PSUC sigue una pauta que acaba desalojando de la dirección a los castellanohablantes, como ha explicado con detalle Thomas Miley. Un proceso paralelo ocurre en el PSC. Y por arrastre en las cúpulas sindicales.

Valga sobre lo último un detalle desde CCOO que establece el bucle lógico entre los dos extremos del arco de este artículo: 1964 (la nacionalización) y 2014 (el procés y el derecho a decidir). En 2014 CCOO celebra su cincuentenario; desde enero aparecen noticias en la página corporativa sobre el asunto; en una de ellas leemos: “Després de diversos cops repressius, les comissions obreres es van reorganitzar i van crear la Comissió Obrera Nacional de Catalunya. Era la primera vegada que un sindicat a Catalunya incorporava el terme nacional a les seves sigles”. No hace falta ser hermeneuta para leer esta apelación a la primacía en la nacionalización como un timbre de gloria; se habría producido nada menos que en la primera asamblea, la de Sant Medir, en noviembre de 1964. En abril de 2014 el sindicato recibe de Artur Mas la Creu de Sant Jordi “pel seu protagonisme en la història recent (…). I també pel compromís continuat de CCOO en la construcció nacional de Catalunya”. En noviembre inaugura una exposición sobre el cincuentenario en el Museu d’Història de Catalunya, una institución estrechamente asociada al proceso de nacionalización; la guía didáctica elaborada al efecto tiene en su primera página la reivindicación de la primacía en la incorporación del término nacional y la consiguiente conversión de las CCOO en CONC. La declaración exime de explicaciones ulteriores.

Aquí no cabe más que el apunte;  sin esa nacionalización de la esfera semipública en el sector de la izquierda (sobre la que se construiría la de la esfera pública desde la Generalitat) no estaríamos donde estamos, ni el apoyo electoral a los partidos de izquierda sería el que es, por eso es una estrategia suicida.

Pero conviene mirar al plano general, bien perfilado en estas palabras de José María Ruiz Soroa en Pardines. Cuando ETA empezó a matar: “Sucede además que la represión franquista prácticamente consiguió desarraigar mediante una represión salvaje las memorias socialistas, comunistas o anarquistas de la sociedad vasca, mientras que la levedad de la represión con el nacionalismo permitió la conservación familiar y privada de su memoria particular”. El aserto es aplicable al nacionalismo catalán. Los nacionalistas no fueron más víctimas del franquismo que lo fueron de ETA.

La Operación Ogro y el Proceso 1001

Lo que llamo teorema de Hoffer consiste en neutralizar una reivindicación social mediante otra de carácter identitario. Como se ha señalado más arriba, el Proceso de Burgos, que concitó un apoyo lógico de toda la izquierda dentro y fuera de España, sirvió para poner el foco en ETA a la que se atribuyó un protagonismo contra la dictadura en perjuicio de las luchas obreras. Matteo Salvini (Liga Norte) confirma la persistencia  de la atribución cuando recuerda que en sus años comunistas (principios de los noventa) llevaba una chapita del Che y una bandera del País Vasco en solidaridad con los independentistas (El Semanal, 31/07/2018).  Seguramente la expresión más ajustada de quienes fueron los principales protagonistas del antifranquismo fue el Proceso 1001, contra los dirigentes de CC.OO. Reléanse sus nombres, para hacer un equivalente con las movilizaciones de Vitoria señaladas. Recordemos que los elegidos para asistir a la reunión por Cataluña y que se libraron casualmente de la detención eran Cipriano García (Ciudad Real), Armando Varo (Melilla) y José Luis López Bulla (Granada). El representante vasco, Pedro Santisteban Hurtado, fue detenido y formó parte de los “Diez de Carabanchel”.

El Proceso 1001 había suscitado un enorme interés nacional e internacional;  ponía el foco de la lucha antifranquista en su punto tras el Proceso de Burgos. Prueba de ese interés es que la plaza de las Salesas de Madrid estaba llena el 20 de diciembre de 1973 poco antes de las 10 cuando debía comenzar el juicio. Pero el juicio se suspendió y la plaza fue desalojada porque media hora antes ETA había hecho explotar el coche de Carrero Blanco. Hay quienes sostienen que fue una coincidencia; desde CCOO se piensa que más bien se buscó la coincidencia en lo que sería una jugada maestra de fagocitación. Con independencia de las intenciones, ETA consiguió al menos dos cosas en detrimento de CCOO: atraer la atención de los medios que se habían desplazado a Madrid con motivo del juicio –“embriagados por la resonancia mundial de su acto”, escribe Sergio Vilar en Historia del antifranquismo; es una constante, el yihadismo no ha dejado de presumir del 11-M y de atribuirse el poder de cambiar gobiernos– y poner en cuestión la tesis en que legitimaba su acción terrorista, a saber, que no era posible acabar con la dictadura por la vía pacífica.  Como ha señalado Nicolás Sartorius, uno de los procesados, ETA se apropiaba así el protagonismo de la oposición al franquismo, truncaba la movilización en curso y castigaba a los sindicalistas con el aumento de penas (dato avalado por otros testimonios).  Pero sin duda lo importante para ETA estaba en que, como señala Sartorius, de las dos formas de oposición al franquismo, una pacífica y democrática y otra violenta, “ese día esta segunda forma cercenó momentáneamente las posibilidades de la primera” (El País, 19/12/1998). Por si quedarán dudas sobre la sensibilidad obrerista, los asesinatos de miembros de CCOO durante la democracia (Antonio José Martos en Barcelona, Francisco Medina, Ramón Díaz, Máximo Casado, José Luis López Lacalle –fundador de CCOO– o Juan María Jauregi en el País Vasco) dejan poco espacio para ellas. Los secretarios generales de las veintitrés federaciones de CCOO, con Marcelino Camacho al frente, condenaron una vez más a ETA tras el asesinato de Francisco Media (El País, 26/06/1979). Podríamos continuar con los afiliados a UGT.

Es significativo que desde sectores nacionalistas se haya omitido esta lectura en beneficio de aquella otra que señala, como Iñaki Anasagasti, que el atentado “fue la puntilla para el franquismo”. Esta lectura es congruente con la ceguera ante un factor fundamental: la presión adicional que supuso para la transición la acción terrorista de ETA, que multiplicó los asesinatos de 11 en 1977 a 68 en 1978. La estrategia continuó después de las elecciones, siendo 1980 con 98 el más letal de la historia de ETA (vísperas del 23-F). Porque -y la incapacidad de entender esto es un baldón que se sigue arrastrando entre parte de las izquierdas- ETA necesitaba hacer descarrillar la transición por la sencilla razón de que un régimen democrático pondría al descubierto la matriz totalitaria de su credo. Por eso Telésforo Monzón afirmaría en 1977 que la guerra no había terminado; y muchos años después se mantiene viva la cantinela de la “baja calidad” de la democracia española y la necesidad de acabar con el “régimen del 78”.  El procés bebe del mismo manantial.

Los ricos acumulan los agravios y escriben la historia

Se dice que la historia la escriben los vencedores. En los tiempos posmodernos parece que hay que invertir los términos: los vencedores son quienes consiguen establecer ‘su’  historia como versión canónica del pasado. Una de las piezas que ayuda a penetrar esta mistificación es la constatación de que las preferencias secesionistas se acumulan en el vértice de las variables estratificacionales: renta, nivel de estudios, lugar de residencia, apellidos nativos (origen). Para poner cifras del CEO del año pasado: solo el 32% de los catalanes con ingresos inferiores a 900€ son independentistas frente al 54% de los que ganan más de 4.000.

No parece este un dato irrelevante cuando hablamos de izquierda y derecha, de arriba y abajo. Que la agenda étnica haya desbordado a la social es un buen indicador de quienes son los vencedores. Que una alcaldesa de la nueva izquierda como Ada Colau asegure que el 22 de octubre pasado fue el día más terrible de los últimos 40 años (TV-3, 22/10/2017), da cuenta de la magnitud de los estragos cognitivos que provoca el nacionalismo, como anticipaba el juego de palabras del ensayo de Mario Onaindía (Los perjuicios que causan los prejuicios nacionalistas). La incapacidad para identificar la naturaleza de ETA es heredera en parte de la deriva de los últimos años del franquismo cuando la izquierda confunde las reivindicaciones identitarias (comprensibles en la dictadura) con el programa de la democracia y la emancipación. Y esto mismo explica una segunda ceguera no menos cargada de consecuencias: la que impidió percibir y responder a la patrimonialización nacionalista por la que abertzales y catalanistas modelaron las instituciones autonómicas a su medida. Así se mantiene el tabú de la virginidad democrática de la inmersión lingüística; porque no se ha calibrado en su justa medida el calado de la homogeneización nacional (Gleichschaltung).

Si hay un rasgo que caracteriza los análisis desde una perspectiva social es la prioridad que conceden a los factores estructurales. Si ordenamos las regiones por el PIB per cápita, Cataluña se sitúa en cuarto lugar (28.590 euros), con un 19,3 % por ciento por encima de la media, sólo detrás de Madrid, el País Vasco y Navarra. De modo que de acuerdo con estos datos las comunidades nacionalistas que se quejan del trato de España figuran entre las más ricas. La correlación positiva entre opresión y riqueza es inédita en los anales históricos y solo explicable por la poderosa ingeniería social que manejan los tribalismos plutocráticos. Esto resulta más visible en términos comparados.

Podemos fijarnos, en primer lugar, dentro del mismo marco estatal en la otra comunidad histórica, Galicia: ocupa el 10 º lugar en PIB per cápita, situándose en un 10,9% por debajo de la media. El dato no resulta probablemente irrelevante para entender cómo en Galicia no ha arraigado el dad, pero es indispensable cambiar la lente que han patentado los supuestos agraviados para percibir el contraste.

Vayamos con otro dato: uno de los argumentos reiterados del agravio nacionalista es el centralismo y la falta de reconocimiento de las identidades nacionales vasca y catalana. Aquí el cotejo tiene que ser internacional. Podríamos comparar los niveles de autogobierno o de reconocimiento de la lengua y otras particularidades entre la parte de estos territorios situados en España con la contraparte francesa. (Y recordar al respecto la declaración de Macron en Córcega en febrero: “hay una lengua oficial, y es el francés”). No hace falta detenerse mucho pues es notable la diferencia. Sin embargo, la acción de ETA se ha concentrado en el sur, mientras sigue usando el norte como plataforma propagandística, como en los actos de Cambo o la siniestra escultura del hacha en Bayona. Lo mismo pasa con el procés: nada parecido en el norte catalán. Sin embargo, según el Índice de Autoridad Regional (RAI, por sus siglas en inglés), España es el segundo país más descentralizado (33,6 puntos), solo precedido por Alemania (37). Suiza ocupa el séptimo lugar con 26,5 puntos y Francia el 16 con 20 puntos. También aquí fallan las explicaciones estructurales. Veamos algo sobre la renta. En términos comparados y con datos del INSEE, la Cataluña norte ocupa el puesto 88 entre 100 unidades territoriales. Los ingresos medios por hogar son en Perpignan de 2067 euros brutos por mes para una media de 2520 en Francia (datos de 2012). De modo que la comparación es doblemente elocuente tanto en términos internos como cruzados. No me alargaré con el caso vasco, pero como pista reseñaré el acuerdo en abril pasado del Gobierno Vasco y la Oficina Pública de la Lengua Vasca para dedicar 1.930.000 euros para impulsar el euskera en Iparralde (Euskadi Norte) durante 2018. (¿Ayuda al desarrollo?).

Si las variables duras (las condiciones objetivas) no explican la respuesta social, hay que acudir a las blandas, los procesos de ingeniería social que enmarcan la acción colectiva; lo que pone el caso catalán en el rubro de fenómenos como el Brexit, la elección de Trump, las últimas elecciones italianas o el referéndum colombiano. Estamos pues ante una mezcla de chauvinismo de ricos y populismo del bienestar. Es el monopolio de capital simbólico y la hegemonía sobre la infraestructura de resonancia (medios, academia, instituciones) lo que permite explicar el procés como resultado de una nacionalización intensiva que se ha traducido en una radicalización de los sectores mejor situados y la apropiación de la calle, con eslóganes que hacen pensar en movilizaciones inciviles de infausta memoria.

Es significativo que las de los ricos sean las identidades de más prestigio en el conjunto de España. Lo muestra un factor compartido: la dirección de las transliteraciones (los cambios de o en los nombres) es uniforme hacia el euskera o catalán. Parece que en el caso de la vasca fue determinante para el prestigio la fascinación que la violencia ejerció en una parte de la juventud y el efecto de los primeros resultados electorales. La identidad de prestigio catalana debe más a la condición, en buena parte justificada hasta hace poco, de vanguardia cultural. Sea como fuere, ser nacionalista catalán o vasco, es progresista y de izquierdas (pace Arana, Egibar, Torras i Bages o Torra) y la crítica a esta posición es indefectiblemente devuelta con la acusación ad hominem de provenir del nacionalismo español y estar teledirigido desde Madrid; sucursalismo es una descalificación rotunda. No hay espacio para la laicidad identitaria en la arquitectura mental del nacionalismo. Lo que muestra igualmente una constante sociológica: la principal herramienta de los poderosos es convertir en normal y plausible la desigualdad y el privilegio.

En este sentido el dad sería una suerte de contraprestación diferencial a ese estatus superior que, por pudor, se envuelve en emulsiones esencialistas (derechos históricos, darwinismo social); es lo que rezuma la dualidad entre ciudadanía y nacionalidad en el texto del nuevo estatus de PNV-EH Bildu, para el País Vasco, o en las declaraciones del entonces alcaldable de la CUP y politransliterado Josep Manel Ximenis asegurando en vísperas de las municipales de 2015 que la mentalidad castellana lleva en los genes la condición de mandado. Por no hablar de las “bestias con forma humana” del President en ejercicio. Por cierto, ¿imaginamos una declaración equivalente por alguien de ‘Madrid’? Esta asimetría en el impacto es un buen indicador de la recalcitrante fascinación nacionalista en ciertos sectores de la izquierda.

De modo que es acuciante la tarea de subsanar este desajuste cognitivo heredado del franquismo. No es únicamente cuestión de la reparación de estragos del pasado. Porque los beneficiarios no solo se han servido de esta manipulación del antifranquismo para blanquear su pasado, sino que la invocan ahora como argumentario para esos proyectos insolidarios enmascarados en el humo conceptual del derecho a decidir. Sobre los estragos cognitivos se expresó con meridiana claridad un historiador acreditado  afincado durante un cuarto de siglo en Barcelona y uno de los firmantes del Foro Babel, Gabriel Jackson: “Lo que hace único el caso vasco, y lo que me choca como historiador, es que el terrorismo político vasco de los últimos 20 años desafía cualquier explicación racional, a menos que uno desenrede la historia real de la historia mitificada y de la falsa antropología. […] cualquier imagen de que los vascos han sido oprimidos (más que los demás) por los gobiernos españoles, es, literalmente, mitología pura” (El País, 25/01/2000). Si nos quedamos en la manipulación de la historia y de la antropología, sus palabras son extensivas a lo que conoce hoy Cataluña. Previó lo que ocurriría al mostrarse escéptico sobre el encaje de los partidos nacionalistas en el sistema constitucional, “porque es imposible satisfacer a estos partidos” (El País, 20/08/1998).

Pero para el núcleo de este escrito importa recordar a los doblemente perjudicados, por la realidad del franquismo y por el relato nacionalizado del antifranquismo, y lo hago con las palabras del historiador José Antonio Pérez, de la Universidad del País Vasco: “Sin embargo, después de casi cincuenta años, buena parte de aquellos militantes del movimiento obrero que participaron en las protestas que paralizaron las fábricas desde comienzos de la década de los años sesenta y llenaron la calles -y las cárceles- durante las protestas obreras, incluidas las que se organizaron en solidaridad con los procesados en Burgos, viven hoy con una evidente decepción y con un punto de amargura la apropiación de la memoria del antifranquismo a la que ha procedido el nacionalismo, presentándose ante la sociedad vasca como el gran artífice y protagonista de aquellos años en la lucha contra la dictadura”. También esto es aplicable a Cataluña. Sirvan estas consideraciones de mínima reparación a aquellos militantes frente a ese múltiple y recalcitrante maltrato.

Martín Alonso es Doctor en Ciencias Políticas, profesor y escritor. Autor de la trilogia El catalanismo, del éxito al éxtasis (El Viejo Topo, 3 vols. 2014-2017).

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